lunes, 16 de septiembre de 2013

Experiencia. Walter Benjamin.

Traducción del alemán de Prasku Libertario. Extraído de la revista RRR, nº 1 - verano 2012, ciudad de México.


            Nuestra lucha por la responsabilidad la estamos librando contra seres enmascarados. La máscara de los adultos se llama experiencia. Es una máscara inexpresiva, impenetrable, siempre igual a sí misma. Todo lo han vivido ya estos adultos: juventud, ideales, esperanzas, mujeres. Todo resulto ser una ilusión para ellos. Frecuentemente nos acobardan o amargan. Quizás tengan razón. ¿Qué deberíamos contestarle? Todavía no hemos experimentado nada.
            
    Pero nosotros queremos intentar arrancar la máscara de los adultos. ¿Qué han experimentado ellos? ¿Qué quieren demostrarnos? Una cosa sobre todo: que ellos también fueron jóvenes, que también quisieron lo que nosotros queremos, que tampoco creyeron en sus padres, aunque la vida le enseñó que sus padres tenían razón. Por eso sonríen con arrogancia: esos nos sucederá también a nosotros. Desprecian de antemano los años que vivimos, hacen de ellos un tiempo de dulces idioteces juveniles, de delirio infantil, previos a la larga sobriedad de una vida seria. Así se comportan los bienintencionados, los iluminados. Conocemos además a otros pedagogos, cuya amargura no nos permite disfrutar de los cortos años de juventud. Seria y brutalmente nos quieren poner ya en la servidumbre de la vida. Ambos desprecian y destruyen nuestros años. Y nos imponen cada vez más el sentimiento de que la juventud es una corta noche: llénala de entusiasmo, después vendrá la verdadera experiencia, los años de compromiso, de pobreza intelectual, de falta de ímpetu. Así es la vida nos dicen, así viven todos ellos.

            Si, así actúan, siempre lo mismo, nunca lo otro: el sinsentido de la vida, la brutalidad. ¿Nos animan acaso a la estimulante grandeza, a lo nuevo a lo venidero? Claro que no, pues eso no se puede experimentar. Si todo sentido ya está fundamentado en sí mismo –la verdad, lo bueno, lo bello-, entonces ¿para qué queremos la experiencia? Allí radica el misterio, porque ellos no elevan nunca la mirada a lo grande y lo pleno de sentido, porque han convertido la experiencia en el evangelio de los filisteos. Han hecho de la experiencia el camino rutinario de la vida. Pero ellos nunca entienden que hay algo más que la experiencia, que hay valores, inexperimentables, a los que nos entregamos nosotros.

            ¿Por qué la vida para el filisteo es resignación y sinsentido? Porque él conoce sólo la experiencia y poco más. Porque se abandona a la resignación y el sinsentido. Y porque nunca tiene una relación intima, más que con lo abyecto y lo eternamente rutinario.

            Pero nosotros conocemos algo más, que ninguna experiencia nos da ni  nos quita: que la verdad existe, aunque todo lo pensado haya sido falso; que la sinceridad se debe mantener aunque nadie haya sido sincero. La experiencia no puede arrebatarnos tales anhelos. Sin embargo, ¿Qué será de nuestros padres, con sus gestos cansados y su arrogante desesperanza, tenían algo de razón? ¿Qué hemos experimentado nosotros? Lo que experimentamos es algo triste, ¿podremos fundamentar el coraje y el sentido sólo en lo inexperimentable? Entonces el espíritu sería libre, pero la vida lo rebajaría constantemente, pues el conjunto de nuestras experiencias, la vida misma, sería desolación. 

            Tales preguntas no tienen mayor relevancia para nosotros. Entonces ¿la vida seguirá hacia lo que el espíritu no conoce, o nos arrastrará como las olas hacia las rocas? ¡No! Cada una de nuestras experiencias tiene contenido. Nosotros mismos tenemos que darle a nuestro espíritu ese contenido. El insensato se conforma con el error: “nunca encontrarás la verdad” –dice al que la busca-, “yo ya lo vi todo”. Pero para él que busca, el error es sólo un nuevo indicio hacia la verdad (Spinoza). La experiencia carece de sentido y de espiritualidad sólo para aquellos abandonados por el espíritu. Para el que se esfuerza, la experiencia puede resultar dolorosa, pero no lo dejara desesperanzado.

            En todo caso, el que busca nunca se resignará en silencio y nunca se dejará adormecer por el sermón del filisteo. El filisteo se congratula por cada nuevo sinsentido. Él tiene razón y se convence a sí mismo: realmente, no hay espíritu. Pero nadie como él reclama una servidumbre estricta, una “reverencia” total hacia el “espíritu”. Si practica la crítica, debería entonces innovar, pero eso él no lo puede hacer. Para él no lo puede hacer. Para él, también la experiencia del espíritu, que intenta alcanzar de mala gana, se convierte en algo inespiritual. 

Díganle que cuando llegue a ser un hombre debe portar cuidadosamente los sueños de su juventud.

       Nada odia más un filisteo que los “sueños de juventud” (Y el sentimentalismo es frecuentemente el camuflaje de ese odio). Pues lo que pusieron de manifiesto era la voz del espíritu, que lo llamo también a él, como a todos los demás. Sueños que para él son el eterno y permanente recuerdo de su juventud. Por eso los combate. De su juventud, cuenta aquella experiencia gris y pesada, y al joven que fue lo alecciona riéndose de sí mismo. Sobre todo por porque es muy cómoda la vivencia sin espiritualidad, pero también resulta funesta. 

            Una vez más: nosotros conocemos otra experiencia, que puede ser enemiga del espíritu y negadoras de muchos sueños en flor. Sin embargo, es la experiencia más hermosa, intangible e inmediata, pues nunca carecerá de espiritualidad. Mientras permanezcamos jóvenes. Uno solo se experimenta a sí mismo, sentenció Zaratustra al final de su camino. El filisteo hace de la experiencia algo unívoco y carente de espíritu. El joven experimentará el espíritu y entre menos acepte la grandeza fácil, más encontrará al espíritu a lo largo de todo su camino y en todos los seres humanos. El joven, como hombre, será comprensivo. El filisteo es intolerante.

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