Traducción del alemán de Prasku Libertario. Extraído de la revista RRR, nº 1 - verano 2012, ciudad de México.
Nuestra lucha por la responsabilidad
la estamos librando contra seres enmascarados. La máscara de los adultos se
llama experiencia. Es una máscara
inexpresiva, impenetrable, siempre igual a sí misma. Todo lo han vivido ya
estos adultos: juventud, ideales, esperanzas, mujeres. Todo resulto ser una
ilusión para ellos. Frecuentemente nos acobardan o amargan. Quizás tengan
razón. ¿Qué deberíamos contestarle? Todavía no hemos experimentado nada.
Pero nosotros queremos intentar
arrancar la máscara de los adultos. ¿Qué han experimentado ellos? ¿Qué quieren
demostrarnos? Una cosa sobre todo: que ellos también fueron jóvenes, que
también quisieron lo que nosotros queremos, que tampoco creyeron en sus padres,
aunque la vida le enseñó que sus padres tenían razón. Por eso sonríen con
arrogancia: esos nos sucederá también a nosotros. Desprecian de antemano los
años que vivimos, hacen de ellos un tiempo de dulces idioteces juveniles, de
delirio infantil, previos a la larga sobriedad de una vida seria. Así se
comportan los bienintencionados, los iluminados. Conocemos además a otros
pedagogos, cuya amargura no nos permite disfrutar de los cortos años de
juventud. Seria y brutalmente nos quieren poner ya en la servidumbre de la
vida. Ambos desprecian y destruyen nuestros años. Y nos imponen cada vez más el
sentimiento de que la juventud es una corta noche: llénala de entusiasmo,
después vendrá la verdadera experiencia,
los años de compromiso, de pobreza intelectual, de falta de ímpetu. Así es la
vida nos dicen, así viven todos ellos.
Si, así actúan, siempre lo mismo,
nunca lo otro: el sinsentido de la vida, la brutalidad. ¿Nos animan acaso a la
estimulante grandeza, a lo nuevo a lo venidero? Claro que no, pues eso no se
puede experimentar. Si todo sentido ya está fundamentado en sí mismo –la
verdad, lo bueno, lo bello-, entonces ¿para qué queremos la experiencia? Allí
radica el misterio, porque ellos no elevan nunca la mirada a lo grande y lo
pleno de sentido, porque han convertido la experiencia en el evangelio de los
filisteos. Han hecho de la experiencia el camino rutinario de la vida. Pero
ellos nunca entienden que hay algo más que la experiencia, que hay valores,
inexperimentables, a los que nos entregamos nosotros.
¿Por qué la vida para el filisteo es
resignación y sinsentido? Porque él conoce sólo la experiencia y poco más.
Porque se abandona a la resignación y el sinsentido. Y porque nunca tiene una
relación intima, más que con lo abyecto y lo eternamente rutinario.
Pero nosotros conocemos algo más,
que ninguna experiencia nos da ni nos
quita: que la verdad existe, aunque todo lo pensado haya sido falso; que la
sinceridad se debe mantener aunque nadie haya sido sincero. La experiencia no
puede arrebatarnos tales anhelos. Sin embargo, ¿Qué será de nuestros padres,
con sus gestos cansados y su arrogante desesperanza, tenían algo de razón? ¿Qué
hemos experimentado nosotros? Lo que experimentamos es algo triste, ¿podremos
fundamentar el coraje y el sentido sólo en lo inexperimentable? Entonces el
espíritu sería libre, pero la vida lo rebajaría constantemente, pues el
conjunto de nuestras experiencias, la vida misma, sería desolación.
Tales preguntas no tienen mayor
relevancia para nosotros. Entonces ¿la vida seguirá hacia lo que el espíritu no
conoce, o nos arrastrará como las olas hacia las rocas? ¡No! Cada una de
nuestras experiencias tiene contenido. Nosotros mismos tenemos que darle a
nuestro espíritu ese contenido. El insensato se conforma con el error: “nunca
encontrarás la verdad” –dice al que la busca-, “yo ya lo vi todo”. Pero para él
que busca, el error es sólo un nuevo indicio hacia la verdad (Spinoza). La
experiencia carece de sentido y de espiritualidad sólo para aquellos
abandonados por el espíritu. Para el que se esfuerza, la experiencia puede
resultar dolorosa, pero no lo dejara desesperanzado.
En todo caso, el que busca nunca se
resignará en silencio y nunca se dejará adormecer por el sermón del filisteo.
El filisteo se congratula por cada nuevo sinsentido. Él tiene razón y se
convence a sí mismo: realmente, no hay espíritu. Pero nadie como él reclama una
servidumbre estricta, una “reverencia” total hacia el “espíritu”. Si practica
la crítica, debería entonces innovar, pero eso él no lo puede hacer. Para él no
lo puede hacer. Para él, también la experiencia del espíritu, que intenta
alcanzar de mala gana, se convierte en algo inespiritual.
Díganle que cuando
llegue a ser un hombre debe portar cuidadosamente los sueños de su juventud.
Nada
odia más un filisteo que los “sueños de juventud” (Y el sentimentalismo es
frecuentemente el camuflaje de ese odio). Pues lo que pusieron de manifiesto
era la voz del espíritu, que lo llamo también a él, como a todos los demás.
Sueños que para él son el eterno y permanente recuerdo de su juventud. Por eso
los combate. De su juventud, cuenta aquella experiencia gris y pesada, y al
joven que fue lo alecciona riéndose de sí mismo. Sobre todo por porque es muy
cómoda la vivencia sin espiritualidad, pero también resulta funesta.
Una vez más: nosotros conocemos otra
experiencia, que puede ser enemiga del espíritu y negadoras de muchos sueños en
flor. Sin embargo, es la experiencia más hermosa, intangible e inmediata, pues
nunca carecerá de espiritualidad. Mientras permanezcamos jóvenes. Uno solo se
experimenta a sí mismo, sentenció Zaratustra al final de su camino. El filisteo
hace de la experiencia algo unívoco y
carente de espíritu. El joven experimentará el espíritu y entre menos acepte la
grandeza fácil, más encontrará al espíritu a lo largo de todo su camino y en
todos los seres humanos. El joven, como hombre, será comprensivo. El filisteo
es intolerante.
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