sábado, 12 de octubre de 2013

Línea Férrea (x Máximo Porki)

 
           De suelos anteriores a la tierra misma y de años tan viejos como la propia muerte, en una esquina de la calle Pedro Aguirre Cerda bordeando la Estación Central, por donde se juntaban el paso de trenes, camiones y mojones,  se regeneró   un horror profano y una pesadilla excepcional. Nuestros vecinos lo creyeron parte de la ofensiva fascista pero algunos menos materialistas  y más crédulos se refugiaron tras puertas cerradas cuando la luna menguante coincidía con elevadas temperaturas.
         Nuestro barrio era pobre y borracho, debe haber sido como todo barrio industrial venido a menos, nosotros  éramos  jóvenes  aún y después de la medianoche,  siempre que no hubiera toque de queda, paseábamos por los alrededores casi siempre acompañados de un vino en caja, en ese entonces bebíamos vino blanco porque de esa manera lo mezclábamos con cerveza para lograr un efecto aun más purificador, en realidad, el efecto nos producía una borrachera belicosa y embrutecedora,  pero para esos tiempos  el resultado era perfecto.
         Éramos un grupo lamentable de no más de siete socios, la mayoría infinitamente cansado de una existencia nueva y profundamente desilusionados de toda realidad. Nuestra primera preocupación era obtener lo más rápidamente una embriaguez enceguecida y después bordear a grito pelado e insultos medio en broma y medio en odio los contornos de nuestra desdichada población.
         Por esos días pasaba un tren siempre a la misma hora de la madrugada,  la hora del demonio,  así que si aún podíamos mantenernos en píe nos poníamos a aguantar al tren, es decir, nos sentábamos en las líneas férreas y esperábamos lo más que podíamos la venida de la maquinaria, no eran muchos lo que se quedaban hasta que estuviera muy cerca,  tan hueones no éramos.
         Hubo una noche donde hacía mucho calor, detalle que no nos importó en ese entonces, y además era comienzo de fin de semana, eso quería decir que de seguro el grupo infernal se acostaba en su totalidad azorado y posiblemente alguno que otro integrante severamente aporreado. Ese viernes maldito, donde la mayoría de los jóvenes de nuestra edad se preparaba para salir a visitar a sus novias y planear una salida divertida,  un amigo de un amigo por vez primera saludaba nuestra plaza, no teníamos siquiera plaza pero bueno. Nos preparamos para empinarnos en exceso y ver hasta donde aguantaba el carácter del muchacho cuando cada uno de nosotros lo subiera al columpio de un humor punzante y ordinario.
         Recuerdo que el cabro toleraba todo sin hacerse mucho atado así que de a poco lo empezamos a ver como un posible candidato a las tinieblas. La noche avanzaba mucho mejor de lo acostumbrado, había dinero en nuestras billeteras,  habíamos empezado dándole a la cerveza y bien entrada la noche optamos por un trago fuerte, en ese entonces la oferta de las botillerías no era más que pisco, ron y coñac. Compramos tres botellas de pisco, una bebida grande de dos litros, cigarros, vasos y hielos. Con el arsenal dispuesto nos trasladamos a las líneas del tren a beber, bromear y fumar marihuana.
         Se acercaba el final de tan oprobiosa jornada, el grupo siendo pequeño se había disgregado en montones  aún más pequeños, lo que sobraba del pisco lo reunimos en una sola botella casi puro y nos fumábamos las colillas de los cigarros que estaban botadas por ahí.
         Esa noche, debido al excesivo calor, no habíamos hecho una fogata  y por lo mismo pudimos ver desde lejos el refulgente color amarillento de la luz principal de una poderosa locomotora que se acercaba hacia donde estábamos terminando nuestra labor. Como casi siempre sucedía nos alistamos a aguantar al tren, el muchacho era uno de los más entusiastas y nosotros alentábamos su valentía a través de  sendos sorbos a la última  botella.  Cuando el tren se encontraba ya lo suficientemente cerca, de a poco, cada uno de nosotros nos levantábamos como podíamos de los rieles y aplaudíamos  a los valientes que se arriesgaban.  Entonces sucedió, que el último en mantenerse sentado en los rieles fue nuestro nuevo camarada y celebramos con vítores y cantos su tremenda faena.  Cerca de un momento en que era necesario que se levantara lo conmínanos a gritos a que así lo hiciera y fue en ese instante cuando nos miró con cara despavorida y suplicante. Supimos que algo extraño y alejado de nuestra borrachera  hacia presencia y desgracia  y  que no se podía mover debido a una fuerza exiliada que lo mantenía fijo en su lugar y que tampoco era suyo el grado de la palabra. Recuerdo que intentamos arrimarnos a él  y un escudo invisible para nosotros no nos dejaba aproximarnos  a los rieles. En ese momento,  medio despabilados por el tremendo horror que se nos presentaba a nuestros ojos  comenzamos a gritar desaforadamente en dirección a la maquina que se le venía encima y fue entonces que los movimientos de nosotros, antes tan eufóricos fueron repentinamente desacelerados y todo lo que sucedió a continuación fue como si estuviéramos viendo una película en cámara lenta.
         Vimos la cara del chico alumbrada por la luz potente de la maquinaria, vimos como sus facciones antes suplicantes se iban transformando en una mueca horrible de pavorosa consternación ante  la proximidad de su  violento desenlace,  vimos como intentaba zafar sus pies en movimiento refrenados de sus manos, vimos como el primer fierro de la delantera de la locomotora  chocaba contra su cabeza, vimos como su mente estallaba sobre los  empiedres y vimos también como su cuerpo era molido entre hierros y arena.
         Cuando el cuerpo hizo contacto con los adoquines de la línea férrea  la espantosa  lentitud de tan macabra escena  se fue recomponiendo gradualmente hasta que  se volvió inusitadamente rápida y lo último que alcanzamos a distinguir fue al operario del último carro tocando desaforadamente la campanilla de emergencias.
         Me desmayé al ver el cuerpo triturado y desparramado  de nuestro nuevo conocido y no desperté hasta bien entrada la mañana.  Mis amigos no miraban a ninguna parte en especial esa mañana y posteriormente tampoco. La culpa se derrumbó sobre nosotros y  fuimos interrogados por presunción de obrar  la colocación de artefactos explosivos y acusados de cuasi homicidio. Nunca más volvimos a encender un fuego en los rieles y nunca más volvimos a ser los mismos.
         ¿Qué más puedo decir después de haber visto lo que vi esa maldita noche?
         Hoy ha sido el último intento de exorcizar  ese demonio que corroe mi pensamiento, ojalá pueda un día olvidar los intentos desesperados de ese pobre joven para siquiera pronunciar alguna palabra.

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