De suelos anteriores a la tierra misma y de años tan viejos como la propia muerte, en una esquina de la calle Pedro Aguirre Cerda bordeando la Estación Central, por donde se juntaban el paso de trenes, camiones y mojones, se regeneró un horror profano y una pesadilla excepcional. Nuestros vecinos lo creyeron parte de la ofensiva fascista pero algunos menos materialistas y más crédulos se refugiaron tras puertas cerradas cuando la luna menguante coincidía con elevadas temperaturas.
Nuestro barrio era pobre
y borracho, debe haber sido como todo barrio industrial venido a menos,
nosotros éramos jóvenes aún y después de la medianoche, siempre que no hubiera toque de queda,
paseábamos por los alrededores casi siempre acompañados de un vino en caja, en
ese entonces bebíamos vino blanco porque de esa manera lo mezclábamos con
cerveza para lograr un efecto aun más purificador, en realidad, el efecto nos
producía una borrachera belicosa y embrutecedora, pero para esos tiempos el resultado era perfecto.
Éramos un grupo
lamentable de no más de siete socios, la mayoría infinitamente cansado de una
existencia nueva y profundamente desilusionados de toda realidad. Nuestra
primera preocupación era obtener lo más rápidamente una embriaguez enceguecida
y después bordear a grito pelado e insultos medio en broma y medio en odio los
contornos de nuestra desdichada población.
Por esos días pasaba un
tren siempre a la misma hora de la madrugada,
la hora del demonio, así que si
aún podíamos mantenernos en píe nos poníamos a aguantar al tren, es decir, nos
sentábamos en las líneas férreas y esperábamos lo más que podíamos la venida de
la maquinaria, no eran muchos lo que se quedaban hasta que estuviera muy cerca,
tan hueones no éramos.
Hubo una noche donde hacía mucho calor, detalle que no nos
importó en ese entonces, y además era comienzo de fin de semana, eso quería
decir que de seguro el grupo infernal se acostaba en su totalidad azorado y
posiblemente alguno que otro integrante severamente aporreado. Ese viernes
maldito, donde la mayoría de los jóvenes de nuestra edad se preparaba para
salir a visitar a sus novias y planear una salida divertida, un amigo de un amigo por vez primera saludaba
nuestra plaza, no teníamos siquiera plaza pero bueno. Nos preparamos para empinarnos
en exceso y ver hasta donde aguantaba el carácter del muchacho cuando cada uno
de nosotros lo subiera al columpio de un humor punzante y ordinario.
Recuerdo que el cabro
toleraba todo sin hacerse mucho atado así que de a poco lo empezamos a ver como
un posible candidato a las tinieblas. La noche avanzaba mucho mejor de lo
acostumbrado, había dinero en nuestras billeteras, habíamos empezado dándole a la cerveza y bien
entrada la noche optamos por un trago fuerte, en ese entonces la oferta de las
botillerías no era más que pisco, ron y coñac. Compramos tres botellas de
pisco, una bebida grande de dos litros, cigarros, vasos y hielos. Con el
arsenal dispuesto nos trasladamos a las líneas del tren a beber, bromear y
fumar marihuana.
Se acercaba el final de
tan oprobiosa jornada, el grupo siendo pequeño se había disgregado en
montones aún más pequeños, lo que
sobraba del pisco lo reunimos en una sola botella casi puro y nos fumábamos las
colillas de los cigarros que estaban botadas por ahí.
Esa noche, debido al
excesivo calor, no habíamos hecho una fogata
y por lo mismo pudimos ver desde lejos el refulgente color amarillento
de la luz principal de una poderosa locomotora que se acercaba hacia donde
estábamos terminando nuestra labor. Como casi siempre sucedía nos alistamos a
aguantar al tren, el muchacho era uno de los más entusiastas y nosotros
alentábamos su valentía a través de
sendos sorbos a la última
botella. Cuando el tren se
encontraba ya lo suficientemente cerca, de a poco, cada uno de nosotros nos
levantábamos como podíamos de los rieles y aplaudíamos a los valientes que se arriesgaban. Entonces sucedió, que el último en mantenerse
sentado en los rieles fue nuestro nuevo camarada y celebramos con vítores y
cantos su tremenda faena. Cerca de un
momento en que era necesario que se levantara lo conmínanos a gritos a que así
lo hiciera y fue en ese instante cuando nos miró con cara despavorida y
suplicante. Supimos que algo extraño y alejado de nuestra borrachera hacia presencia y desgracia y que
no se podía mover debido a una fuerza exiliada que lo mantenía fijo en su lugar
y que tampoco era suyo el grado de la palabra. Recuerdo que intentamos
arrimarnos a él y un escudo invisible
para nosotros no nos dejaba aproximarnos
a los rieles. En ese momento, medio
despabilados por el tremendo horror que se nos presentaba a nuestros ojos comenzamos a gritar desaforadamente en
dirección a la maquina que se le venía encima y fue entonces que los
movimientos de nosotros, antes tan eufóricos fueron repentinamente
desacelerados y todo lo que sucedió a continuación fue como si estuviéramos
viendo una película en cámara lenta.
Vimos la cara del chico
alumbrada por la luz potente de la maquinaria, vimos como sus facciones antes
suplicantes se iban transformando en una mueca horrible de pavorosa
consternación ante la proximidad de su violento desenlace, vimos como intentaba zafar sus pies en
movimiento refrenados de sus manos, vimos como el primer fierro de la delantera
de la locomotora chocaba contra su
cabeza, vimos como su mente estallaba sobre los
empiedres y vimos también como su cuerpo era molido entre hierros y
arena.
Cuando el cuerpo hizo
contacto con los adoquines de la línea férrea la espantosa
lentitud de tan macabra escena se
fue recomponiendo gradualmente hasta que se volvió inusitadamente rápida y lo último
que alcanzamos a distinguir fue al operario del último carro tocando
desaforadamente la campanilla de emergencias.
Me desmayé al ver el cuerpo triturado y desparramado de nuestro nuevo conocido y no desperté hasta
bien entrada la mañana. Mis amigos no
miraban a ninguna parte en especial esa mañana y posteriormente tampoco. La
culpa se derrumbó sobre nosotros y
fuimos interrogados por presunción de obrar la colocación de artefactos explosivos y
acusados de cuasi homicidio. Nunca más volvimos a encender un fuego en los
rieles y nunca más volvimos a ser los mismos.
¿Qué más puedo decir
después de haber visto lo que vi esa maldita noche?
Hoy ha sido el último
intento de exorcizar ese demonio que
corroe mi pensamiento, ojalá pueda un día olvidar los intentos desesperados de
ese pobre joven para siquiera pronunciar alguna palabra.
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