Continuando con las cosas fascinantes que encuentro en el texto de Granada (ver "Superticiones del Río de la Plata" I) del que hacemos referencia. Les dejo con un relato fantástico que comienza con un tono realista sobre las condiciones de miseria en que se encontraban los españoles al instalarse en el Rio de la Plata y que concluye con la aparición de una imagen fantasmagórica de un santo(!) que hace huir despavoridos a los sitiadores indígenas del poblado en que estaban los cristianos. Acá una extractos de éste relato mágico y la ilustración de Rapela. Historias como estas fueron conformando la imagen de los pueblos originarios como "bárbaros y salvajes" y los cristianos como "civilizados y cultos", aunque el mismo relato demuestre en los hechos que nos cuenta lo contrario. Lean y juzguen por ustedes mismos.
Muerte de Pedro de Mendoza, en 1537.
“Cupo a D. Pedro de Mendoza la suerte más cruel […]
al regresar tullido a España […] murió en el viajes después de un gran
desasosiego que le produjo el haber comido la carne de una perra que hizo matar
para suplir la falta de víveres. ¡Ríos de plata y aires paradisíacos, cuán
bárbaramente desengañasteis a los que tales os soñaron, haciéndoles pagar con
espantable fiereza, por cuantos medios de expresión tiene el dolor, copiosísimo
tributo de muerte”. Muerto Mendoza asume el mando de los cristianos un tal Ruiz Galán, de quien nos
cuenta que viniendo de Paraguay “mató a muchos indios, les incendió sus ranchos
y cautivó mujeres y niños, por sospecha de complicidad con parcialidades enemigas, no hay duda
de que era hombre muy capaz de una maloca
semejante”. Luego pasa a describir una serie de cuadros de costumbres de “Buenos
Aires, cuando la gente se moría de hambre, y cuando, después de haber devorado hasta
los zapatos, la aplacaban con los cadáveres y excrementos humanos, ahorcó a
tres soldados, porque secretamente mataron a un caballo para comer carne; a
otro, por haber robado una lechuga, le cortó una oreja; a una dama noble, que recibió
un pescado de manos de un marinero con tal de rendirse a su voluntad, la obligó
a cumplir el pacto inocuo; y a una mujer, a quien el delirio de la desesperación
la condujo a los indios, la mandó a atar de un árbol para que fuese pasto de
las fieras. Quien tal hacia con los españoles, ¿de qué no sería capaz con los
indios? Ello es que los caracaraes y timbúes determinaron vengarse. Para el
efecto, se presentaron varios caciques en Corpus Christi, solicitando la
protección de los españoles contra parcialidades que (decían) a unos y a otros
eran hostiles. Concedióseles, y al intento salieron en busca del enemigo, bajo
el mando de Alonso de Suárez de Figueroa, cincuenta españoles de los ciento
veinte que guarnecían el fuerte. Mas los españoles auxiliares, durante la
comida, fueron atacados y muertos, tras cruda pelea, por los mismos que
simulaban obsequiarlos, salvándose sólo el muchacho, que volvió a Corpus Cristi
con la noticia de la traición. Sin pérdida de tiempo, los envalentonados indios
comarcanos, en gran número (diez mil, según Schmidel; dos mil según Ruy Díaz),
asaltaron el fuerte con ímpetu. Rechazados con denuedo, repitieron sus asaltos
con rabia y furor durante catorce días continuos, pegando fuego a las casa de
los cristianos. Se peleaba de día y de noche; y ya muy trabajado los españoles,
pudieron (a favor de dos bergantines que llegaron de buena esperanza, y al
ruido de las bocinas y gritería de los bárbaros acudieron en su auxilio) hacer
una impetuosa salida, con su comandante a la cabeza. Eralo a la sazón, Antonio
Mendoza, que murió en la batalla. Los sitiadores volvieron las espaldas,
dejando cuatrocientos muertos en el campo y huyendo en desbandada. Los cristianos,
a no estar rendidos del cansancio, los hubieran acuchillado a su salvo: tal era
el espanto y confusión con que los infieles se retiraban. Un guerrero vestido
de blanco, con una espada desnuda en la mano, cuyo brillo ofuscaba, habíase encimado,
en lo más recio de la pelea, sobre uno de los torreones de la fortaleza; los
bárbaros, a su presencia, ciegos y atónitos caían al suelo. Esta acción acaeció
el 3 de febrero del año 1839 [sic], día de san Blas, de quien los cristianos
suposieron haber recibido la milagrosa ayuda. Con tal motivo, fue san Blas
aclamado y jurado especial patrono de la conquista del Río de la Plata y
el Paraguay, y desde entonces en adelante celebrose su festividad con fervoroso y
solemne culto.”
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