Tercera entrega
de la saga: la locura alcohólica, el hedor putrefacto emanado de algo más
oscuro que la mezcla de olores de los restos de carne en descomposición del matadero, el botadero y el
zanjón; algo que venía de más abajo del asfalto y los adoquines; secretos de un barrio que se llevan hasta la tumba…
Línea Férrea III
Siete meses
después de mi última visita a lo que había sido mi antiguo barrio me
hospitalizaron por tercera vez. En esa ocasión el matarratas casi me puso
la lápida encima, me deseó la mejor de las suertes y recalcó enfáticamente que
si esta vida merecía vivirla un poco más, dejara de tomar tanto copete. Me miré
ahí, solo entre sabanas manchadas y decidí darle un giro apasionado a lo que
quedaba de mi existencia, empezaría a beber sólo fuertes y así quizás, me
desvanecería en al aire seguido del último sorbo a una botella.
Lo primero que
hice al salir del hospital fue procurarme una borrachera prolongada y violenta,
creo que le pegué a una weona embarazada, le robé una radio a un pendejo,
asalté un quiosco de barrio, estuve detenido y me intentaron violar debajo de
un puente.
Cuando ya no tenía
más tácticas monetarias me fui llegando de a poco a la maldita línea del tren
donde funestos aconteceres habían trastocado para siempre la vida de mucha
gente. Y precisamente esa era la idea que me iluminaba en esos días, tratar de aclarar
en algo lo que allí pasaba, porque por mucho que la bebienda envilecida mellara
la conciencia de esta alma en pena los sucesos no eran terrenos ni se
asemejaban a lo cotidiano.
La población que
pensé algún día conocer como la palma de mi mano, se había revelado como una
maleza extraña de sucesos escondidos y recordando a la mayoría de los sujetos que
vivían en esas pobres casas, todos se me asemejaban a esas historias pencas de
series nocturnas.
De entrada el
Tanano me cobró la deuda histórica y se negó a fiarme más, luego de unos
trampeos me pasó un litro de Dorada y me avisó que la señora Leontina había
fallecido días después de mi visita y que unos locos habían quemado la casa
atacándola con bombas molotov desde la línea del tren.
Me pregunté quién
chucha serían esos vándalos y también me pregunté por las posibles monedas de
la finada.
El Tanano le puso
demasiado color para suministrarme un roncito, así que me escurrí hacia la
calle y me vine acercando de a poco a la línea. Era un sitio ordinario dentro
del paisaje industrial, bien implementada en recursos y con buena señalética,
sus rieles brillaban bajo el sol de verano lo que quería decir que había un
tránsito de trenes de carga pesada y se
notaba una mantención constante.
Cuando iba
llegando al cruce de Bernal del Mercado
apareció dando la vuelta, como si lo persiguieran los pacos, don Daniel
Castillo ataviado con un poncho sujeto a la cintura y un sombrero caporal, en
su imaginación se creía Franco Nero. Era un antiguo vecino y bebedor experto.
Me miró a través de un par de ojos vidriosos y enrojecidos y mientras disminuía
su aceleración me saludo con un fraternal abrazo. Me contó que hacía este
recorrido porque le debía sus pesos al Tanano y además que por acá no lo veía
nadie cuando venía llegando a medio filo.
- ¡Puta López chico que estay hinchado, weon!
- Tengo la mansa Cecilia compare.
- Vamos pa’ la casa, ahí tengo un vinito.
Inmortalicé mi
promesa y le hice un pequeño aro, no tenía ni uno y sentía el halito infesto
del demonio en mi nuca.
Estuvimos en casa
de don Daniel dándole al vino durante toda la tarde y debido a mi lamentable
estado, que imposibilitaba todo traslado, me dio espacio en un camastro y dormí
hasta bien entrada la tarde del otro día. Cuando dejé de vomitar y me despabilaba
con una jarro de agua en la nuca me di cuenta que la señora Yola, la mujer del
Franco Nero, me miraba desde un rincón de la pieza y tenía sus manos
arremolinadas sobre un crucifijo.
-
Cesar-
su voz era como de radio a.m. y no tenía correspondencia con el recuerdo
estridente que tenía de los llamados eufóricos a sus hijos y que siempre
pensamos podría ahorrar fuerzas levantándose de su cama en vez de pegarle
tremendos gritos a los pendejos.
-
Cesar-
volvió a repetir un poco más animada
-
Digame
Yola…
-
Usted
tiene algo más malo que el vino que se tomo con el Daniel…
-
La
medicina dice que me muero irremediablemente Yolita, así que le apuro la cosa,
no tengo a nadie y nadie reclama.
-
No
le hablo de eso, usted tiene algo pegado al cuero…
-
Piñel…
-
Déjese
de payasear.
-
Ayer
le preguntó al Daniel si sabía quiénes habían sido los weones que quemaron la
casa de la vieja loca y el Daniel le dijo la verdad.
En realidad no me
acordaba de nada desde el primer cigarro de paraguayo así que mejor no le dije
nada y le mantuve la vista lo que más pude.
El Daniel no sabe
que fuimos nosotras, todas las viejas de enfrente que conocían a la Leontina y
que, sin saber ella, estaban al tanto del secreto que guardaba en su patio.
Me sobresalté en
la silla y de inmediato ella se dio cuenta, se me empezó a revolver el estomago
de nuevo y le hice una seña con la mano para que se detuviera un momento, pero
la muy zorra hizo todo lo contrario, se acercó como serpiente a mi silla y me
habló con voz retirada:
-
Cesar,
esa casa humeaba maldad y degeneración. La maraca de la hija se acostó con
todos los viejos culiaos de la población antes de quedar preñada y por lo que
sabemos fue ella la de la idea de matar al hijo, ahora sabemos que tuvo miedo
del padre y se arrancó al extranjero. La leontina se curó del mal de la tierra
desde que se entrevisto con el progenitor de la criatura y como se juraba
católica no la mato de un palazo por asco…
Desperté doblado
sobre unas almohadas en el suelo y la Yola le susurraba algo a don Daniel que
me miraba como de medio lado.
Cuando me estaba
incorporando el hombre se acercó y por un momento pensé que me ayudaría, pero
en cambio me lanzo una patada en la cabeza.
Después supe que
me habían amarrado a la silla y que dejaron que roncara con la sangre en la
boca durante toda la tarde. Cuando se hizo noche y en la calle no quedaban más
que los angustiados me trasladaron sobre un carretón a los lindes de la línea férrea.
Don Daniel me dijo
que no esperaba que yo hubiera hecho una cosa así, y que si bien era entero de
curado no iba a dejar que un weón más atorrante que él le comiera la color. Así
que hasta aquí quedaba nuestra amistad y que era mejor que me fuera caminando
antes que me sacara la chucha.
Soltaron las
amarras y me caí de hocico sobre los adoquines, en ese momento me di cuenta que
hacía un calor de mierda y que el aire apestaba a excremento de perro.
Y fue un viento
inaudito que se elevó desde los empiedres y que arrancó los rieles desde sus raigones,
se precipitó como una oleada de fetidez extrema y un clamor de mil demonios. Un
viento desarmado que provenía desde los abismos más insondables del infierno
mismo y que necesitaba apaciguarse sobre humanos desprevenidos.
Como si fuera una
escena de una película mala y mal traducida la Yola se acercó donde me
encontraba y me gritó al oído:
-
¡Cesar!,
¡Cesar!, ¡ya no eres el vecino que conocimos desde cabro chico, estabas tan
borracho que no te acuerdas con quien te encontraste una vez en la noche en
esta misma línea de tren antes de que el perro se viniera a vivir a nuestra
población, ¡ándate de aquí y no vuelvas más, las mismas viejas que quemaron la
casa de tu abuela harán que te despidas de este mundo entre avernos de dolor!
¡Cesar!, ¡Cesar! ¡Ya no eres quien juras que eres!
El viento cesó de inmediato dichas
estas palabras y una calma chicha de altamar se nos abalanzó entre nubes de
odio.
De haber
estrangulado a la Yola me acuerdo un poco, pero de haberle pegado un fierrazo a
don Daniel no me acuerdo.
Todo el proceso lo
viví como si fuera otra persona a la que juzgaban, sentía las miradas sobre un
cuerpo que no me pertenecía y las preguntas que me hicieron tanto las policías
como los agentes de tribunales las contestaba automáticamente sin pensarlas
siquiera. Recuerdo la cara llena de odio de uno de los hijos de la Yola y el
atisbo casual de una hermosa mujer. Los tribunales hicieron su deplorable labor
y me condenaron a un cúmulo de años encerrado en el mejor de los hoteles de la
capital. Hablar de mis años en la ex penitenciaría satisface un morbo general y
por lo mismo no lo haré, solo puedo decir que lo primero que perdí dentro de
esos muros fue la dignidad y el orgullo y
que en mi cabeza no quedó más que una sensación de infernalidad
constante.
Ahora que estoy
viejo y aún no muero, me pregunto porque en el muro del gallinero decía que yo sucumbiría
pronto en el tiempo y ya van varios años de aquello y la muerte aún no me
señala.
Debí dejar esos
derroteros en calma, de verdad así lo creo y no volver a la perdición de esa
línea férrea, me arrepiento de todo lo que he hecho con mi vida y en especial
el haber matado por gusto a ese vecino nuevo.
La cobardía no
deja que mi mano se abalance sobre mí.
En las tardes me
siento en la plaza que está en frente del Hogar de Cristo a fumar lo que me
conviden y a conversar con otros viejos de mierda. Una hermosa mujer me viene a
hacer compañía de vez en cuando…
MÁXIMO
PORKI.
Ver también Línea Férrea II
Gracias a Conselherio por haberme dado esta oportunidad. Gracias a todos quienes leyeron estos relatos y degustaron sedientos las aventuras de Cesar.
ResponderBorrar"CESAR EL QUE MIRA Y CAE
ResponderBorrarA QUIEN LE QUEDA POCA VIDA
A ÉL." : me quedò la espina... me gustò mucho la historia. me hizo acordar a un programa de radio nacional, "cuando ladran los fantasmas", emitido hace tiempo los domingos a la medianoche... con tinte de crònicas de relatos urbanos...
Gracias por los comentarios y recuerden que cualquier aporte que quieran hacer es bien recivido: relatos, comentarios de libros, discos, notas, entrevistas, etc....
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